Desnuda (Egon Schiele, 1911)
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Tendida, los brazos en los costados, sin poderme mover. Mis senos vencidos han caído a los lados y como un saco abierto dejan ver mis costillas cubiertas apenas por la delicada piel en la que se ha transformado aquel durazno que cubría mi cuerpo. Mis manos han quedado quietas, ya no acarician. Estas manos que alguna vez, ansiosas arañaran la espalda fuerte del amoroso esposo que entre "te amos" y húmedos besos, depositara sobre mi deseoso vientre virgen, su líquida y tibia semilla...
Estas manos que alguna vez fueron ágiles palomas en el falo del amado ahora están muertas y en espera de que yo muera también. Mis piernas, las que hermosas y torneadas se abrían tímidas en sumisa obediencia ante el vaho ardiente de aquel toro de implacables embestidas que al derramar su leche sobre mis muslos, gemía mi nombre al viento besando la espesa llanura de mi cabellera. Esas piernas ahora yacen inertes, me han abandonado, se fueron con él, son ahora sólo plomo disuelto sin forma, fundidos sobre esta maldita cama en la que todas las noches regresa el joven pasante, delgado y pálido como una vela, toca mis pies con sus temblorosas y húmedas manos, los besa, acaricia mis piernas y las abre, respira sobre mi cara con su aliento a muerto, me lame los ojos y susurra como frente a un espejo: "¿será verdad que si estas en coma lo escuchas todo, lo sientes todo? ¿Me estarás escuchando, sentirás mis dedos hurgar dentro?". ¡Soy una anciana! ¡Maldito enfermo! Pero no me escucha, no puedo gritar, me encuentro dentro de una de esas pesadillas que tuve de niña, corría pero no avanzaba, gritaba pero no me oían. Él sigue tocándome, juega con mis ya caídos senos, introduce sus dedos en mi vagina, gime como un asqueroso niño asustado, por fin eyacula…
Sé que ya es de mañana por que la enfermera llega a bañarme, todos los días a la misma hora trae con ella una suave esponja, la tinaja con agua caliente y el jabón neutro con el que limpia toda la porquería que deja el infeliz de las noches, cierra la cortina que rodea mi cama y lava, sutilmente frota cada uno de los dedos de mis pies, lava mi cuello con sensual delicadeza, envuelve con espuma mis senos y juguetea un poco con los pezones "¡ha!" me encanta, conforme va lavando, va secando, por fin llega al pubis y lo talla como si fuese un pequeño y frágil cachorro lanudo, abre mis labios, observa, discretamente sopla y observa, le gusta ver cómo mi clítoris se yergue y apunta hacia ella, se quita el guante, hace espuma y lava muy suavemente, tan suavemente, muy suavemente, exprime la esponja dejando caer el agua tibia sobre mi enrojecida y deliciosa vulva, la seca, me viste y se va…
Pero si he de confesarme antes de morir, el hombre de intendencia con sus horribles palos de escoba y esa asquerosa forma de hablar es lo que más espero en todo el día. Jamás había tenido tanto sexo en la vida, quizá por ello, aún, que desperté hace un mes, sigo haciéndome la dormida.