Con el extracto de este relato le damos la bienvenida a Berta Tarbe, ciudadana del mundo (autodefinida como acróbata vaginal sin muestras gratuitas), que pone a nuestra consideración su sapiencia sexual y el desparpajo para las horas del amor, que de su propia boca, dice, -Son todas las del día y la noche-.
Su texto nos recuerda ligeramente a algunas narraciones de Anaís Nin, juzgue usted.
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El equipo editorial agradece profundamente sus lúbricas palabras.
Me sobresalté al sentir su aliento cálido en mi cuello y una lengua hábil que descendía por él suavemente para perderse entre mis senos. Supe que no estaba soñando cuando me desabrochó el sujetador con dedos expertos, y desperté por completo en el momento que unos dientes ansiosos se apoderaban de mi pezón izquierdo. Me besaba los labios, los ojos, me lamía el rostro, el lóbulo de la oreja… Introducía su lengua inmensa en mi boca y la abandonaba para buscar de nuevo mis pezones; los chupaba, los mordisqueaba, los succionaba…
Deslizó una mano por debajo de mi cuerpo y me incorporó sin esfuerzo, situándome con la espalda apoyada en la pared y las piernas suspendidas en el borde de la litera. Se arrodilló delante de mí, enterró la cabeza entre mis muslos, y comenzó a explorarme; primero a través del tejido de mis bragas, después retirándolas a una lado y haciéndome sentir el contacto de su lengua, y de toda la boca, en cada entrante o saliente de mi geografía. Yo me aferraba del cabello encrespado y atraía la cabeza hacia mi sexo, intentando que no se alejara ni un centímetro. Pero no hacía falta: parecía que no necesitaba respirar, o mejor aún, que quería respirarme a mí, succionarme, beberme, comerme hasta las entrañas, hacerme desaparecer dentro de su boca mientras mis caderas se retorcían y convulsionaban sin control entre sus manos. Estaba a punto de explosionar cuando se incorporó, con la cara sudorosa y mojada por mis fluidos, y aproveché para desabrochar su cinturón. No llevaba slips, y antes de que el pantalón cayera al suelo, me encontré frente a una erección enorme que me señalaba como un dedo inquisidor y de la de la que escurría una gota espesa y blanquísima que contrastaba con su sexo tan oscuro. Me abalancé hacia ella para devolverle la generosidad que momentos antes había tenido conmigo, pero por más empeño que puse en la faena, no conseguí abarcar con mi boca más que una pequeña parte de su miembro interminable. A él, por los gruñidos de complacencia, parecía que le resultaba más que suficiente. “¡É gostoso! ¡é gostoso!”. Repetía una y otra vez. Tengo que decir que hasta entonces nunca antes había incluido entre mis fantasías eróticas una polla tan grande, es más, incluso me daban algo de pánico, pero a partir de esa noche mis gustos variaron considerablemente.
Aprovechamos cada rincón del reducido espacio, y me penetró en posturas tan complicadas, que me sentí como una experimentada acróbata vaginal: sobre el pequeño lavabo, suspendida en el aire, con mi trasero pegado al cristal de la ventana… Hice alarde de una flexibilidad que ni yo misma conocía, y después de ese viaje di por bien empleado el dinero invertido en el gimnasio. Él alternaba las palabras dulces en español con otras que no había escuchado en mi vida, y emitía unos alaridos salvajes que me excitaban tanto como sus embestidas. “¿Está a gozar?” Y yo, para que no hubiera ninguna confusión con el idioma, me limitaba a repetir, casi sin aliento, sus palabras: ¡É gostoso! Gritaba sin preocuparme de que mi voz pudiera escucharse en el silencio del vagón.
Perdí la cuenta de las veces que me corrí. Él supo reservarse hasta el final, pero cuando lo hizo, pensé que saltarían las alarmas del tren.
Texto: Berta Tarbe (El placer es mío)
Fotos: Eric Marváz
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