lunes, julio 23

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COPA ROTA




Entonces fue cuando el hombre me tomó de la mano llorando, con el traje sucio, el halito de recuerdos ingratos, metió su mano a la desgarrada bolsa del abrigo y saco una botella de vidrio llena de memorias y ajenjo, dio un sorbo largo y ostentoso perturbado por lo frío de noviembre y la angustia de voltear a un futuro que talvez no le pertenece, varios días sin comer y un ciento bebiendo, mendigando monedas con versos asquerosos y elegías demenciales, a veces la fortuna le sonreía y dormía en una cama con alguien, a veces lo traicionaba y condensaba su aliento para formar nubes de verdadera vergüenza, su nombre era Pedro, mártir y traidor que negó tres veces el nombre de su padre mientras este seguía palideciendo en la cruz, maldito estigma de llevar tragedia ante una culpa que no le correspondía.

De sus labios sebosos podía apenas articularse palabra alguna, era su día de suerte, traía yo para un par de botellas, lo suficiente para cigarros y el hambre de la soledad por ella que a pesar de lo visto le seguía amando, pensé en compartir la pena de mi duelo con un extraño que parecía saber tanto de la vida que no tenía otra cosa que la desilusión.

Pedro abría la boca para evocar metáforas que yo sabía o quería saber comprender, dio un trago largo y seco su boca, calo el cigarro tres veces y clamo al cielo:

Clavado en el frío soplo de este ajenjo barato,
con la espesa bruma sobre las pupilas,
pensando en que mañana encallado en una aldea etílica yaceré,
guardando los silencios de una vida puta
de esta soledad bastarda en la que llorar es una salida llana,
antes que Dios callará me maldijo por imbécil, por sucio,
la ramera barata que me dejó, terminó por llenar el vaso
por quebrar las ansias de buscar futuros felices y decentes,
hoy jamás el mismo, escupiría tu rostro,
quebraría tu sexo, maldeciría tu saliva, tu aliento enfermo,
es tan fácil como toparte pronto y desgarrarte completa,
primero el alma, luego la niña que se esconde bajo la falda,
después la puta que se cobija en otros labios,
quedarías indefensa con la carne desnuda, con los labios
sangrando por las felaciones adquiridas,
siempre fue el dinero, el miedo siniestro que te asechaba,
la tragedia de escuchar a tu padre enfermo, tu primer amor,
el primer candor de tus piernas, el que siempre te quiso de 12 años,
ahora yo ahogado y con la pena de merecerte por sórdida,
los cuervos, las ventanas, las malditas cenizas, la cama sucia,
la hoja desdoblada, la sustancia que evoca mi cuerpo, tú,
maldita lengua rota, maldita suerte herida, maldita loca,
tú María escandalosa, lastimera, turbante, no eres nada, no eres nada,
no eres nadie, estás prisionera en un cuerpo que me enloquece y te tacha de ramera,
hoy tendrás el mundo en tus manos, hoy tendrás el mundo hincado,
clientes a millares, amantes por cientos, hoy entre tus piernas
San pedro de cabeza, una vez más, una más, una más.

La botella calló hasta mis pies y me di cuenta que estaba sólo, de que lloraba, de que sabía que algo pasaba, no era el futuro lo pudo jurar, metí las manos al viejo abrigo y me fui cantando esta canción.

"Mozo, sírveme la copa rota, 
sírveme que me destroza 
esta fiebre de obsesión. 
Mozo, sírveme una copa rota, 
quiero sangrar gota a gota 
el veneno de su amor." 

miércoles, julio 18

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Revista Morvoz No. 123, año II (18-7-12)



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LOS PLACERES DE DÁNAE

PÉ DE J. PAUNER


Marcolina trepa al árbol huyendo de los niños que quieren levantarle la falda. Pronto se ve rodeada de caras perversas –, diría noventa años después, se puede ser perverso cuando se es niño- que gritan:

                -¡Se le ven los calzones, se le ven los calzones, se le ven los calzones…! –y un poquito más, contaría, sonriendo con placer al recordar, se me verían los bordes gruesos de los labios o los cachetes de las nalgas… pero en los niños no despertaría nada erótico esa visión. Se puede ser perverso sin…

                Marcolina se pierde un poco en sus recuerdos. Se silencia y baja la vista. Puedo sentir aquella cálida mañana. El sol quema las gotas de rocío sobre la hierba desvaneciéndolas en el aire que sopla olores dulzones provenientes de los tenderetes callejeros del parque, las manzanas caídas sobre la hierba o la carroña de un perro. Marcolina mira la copa del árbol. Ve las hojas meciéndose. Respira profundamente, dejando el incierto temor a los chiquillos, abandonándose a la atmósfera. Los vellos de su carita de “muñeca que no rompe un plato” se erizan al contacto del viento que va volviéndose agridulce.

                -Quizá una de esas paletas con sabor a tequila.

                -Pero hace casi un siglo no había ese tipo de paletas… -le recuerdo.

                El sol penetra entre hojas, entre ramas, lo siente en la cara, en los párpados cerrados para inundarse de olores-calores. Entreabre los labios, mojándolos con la lengua, recordando alguna lectura sobre desiertos y la cercanía del mar a las encrestadas dunas. Ese contraste cierra sus oídos. Entorna los ojos. Un ligero polvo se desprende de la pelusa de sus mejillas, flota en los rayos de sol (como escamas de las alas de las mariposas que se quedan en las yemas de los dedos o polvo de hadas o de estrellas rojas fugaces), eso le crispa las manos, nueve décadas después en que, sentados a la mesa, conversamos. Y es que el sol licuado corre por sus venas, el placer fluye vuelto seda, un chorro caliente de bronce fundido, mientras abajo, echándola un segundo del ensimismamiento:

                -¡Se le ven los calzones, se le ven los calzones, se le ven…! –las voces apenas lamen sus piernas. Deja que el mar mane un chorro hecho sol, seda, placer, el parque y las manzanas, los tenderetes y las hojas (sobre todo las hojas), el polvo de hadas, los labios o las nalgas desbordando los calzones. Los chiquillos se abren, se separan del tronco, de golpe se echan atrás. Uno de ellos –que gritaba más que otros-, se calla la boca inundada, llora amarillo, baja la cara, intenta sacudirse de la camisa y la frente y la mejilla y la nariz (ahogándose un poco –Marcolina se ríe-, y haciendo caras de asco) la orina vaporosa. Algún otro chaval grita y su madre acude pronta, escandalizada:

                -¡La cerda se está meando y le orinó la cabeza a Tomás!

                Arriba, hirviendo, ella se deja escurrir hasta la última gota. Se abraza al árbol, ojos cerrados – ¡éxtasis! -, soltándose casi al fallarle las fuerzas tras el primer orgasmo. Entonces descubre el deleite que está en la tibia sorpresa, en dejarse ir, liberarse… En la mirada asombrada de los otros.

                Creo que me dieron una tunda -se inclina, en tono confidencial agrega-, pero eso no importa. Cuando me desprendieron del árbol como a una araña mojada yo había crecido y la niña se había quedado prendida a la rama.

                Marcolina cuenta sus aventuras del metro (un andén vacío, con un hombre solo en el andén de enfrente), ella soltándose pronto, cayendo de espaldas contra la pared; en la oficina ante el jefe; en un parque de atracciones; en la playa (no, en la playa no es tan evidente, no funciona ahí, me confundí, debí hacerlo pero no me dio placer); en un puente peatonal: la orina cayendo sobre el río vehicular; en un vuelo trasatlántico… Marcolina no para, sigue, ella misma fluye, se entibia, gime un poco, se levanta. Me dice ¡mira! Y lo hace frente a mí. Mi desconcierto le ayuda a sentir las mismas sensaciones que noventa años atrás. Cae sobre la silla. Suspira.

                -Los placeres de Dánae –dice-, o los de Zeus vuelto lluvia ¿no crees que Dánae fue preñada por una meada de Zeus? ¡Ese Zeus urolágnico!

                En el aire flota un olor corrosivo de orina y algo más. Marcolina cierra los ojos. Parece algo vacía (lo está, sin duda). Al poco rato dormita roncando por lo bajo. Me abandona. Apago la grabadora. Me la quedo mirando. No digo ni hago nada.

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Fotografías de Roberto Ascencio









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