martes, febrero 16

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PERVERSIONES DISOLUTAS




Páginas gastadas


Te había mirado tendida más de una vez,
me incitabas al acto, ayer estabas ahí sola,
no sabías de mi presencia, yo en el sitio,
tras la ventana, clavado por un orificio,
vigilé cada uno de tus movimientos,
leías atenta, sonreías de vez en vez,
al cambiar un par de hojas apretaste las piernas,
se dibujo bajo tu vientre el ansia: lo percibí,
comenzaste por el pantalón, después la blusa.

Las pantaletas cedieron a tu instinto,
corriste al cuarto contiguo y saliste con mi camiseta de ayer,
la olías, continuaste la lectura, desnuda, ávida,
respirabas profundo y tus pechos despertaban a la lujuria,
las páginas pasaban mientras humedecías tus dedos con saliva,
comenzaste en los pezones, bajaste despacio hasta encontrar el milagro,
rozaste los labios despacio, arqueabas la espalda,
tus ojos forjaban posiciones con las letras del libro,
fuiste la antagonista del segundo capítulo,
el índice se movía velozmente, se posó en el centro,
no basto con uno, fueron dos los que desaparecieron bajo tus pliegues,
el clítoris ascendió alto, gemías de placer, la mirada fija,
seis minutos continuos, el clímax se aproximaba, una hoja se desprendía,
el ritmo de tus dedos aceleró, un último gemido, el acto terminaba,
los ojos cerrados, las piernas abiertas, el aroma.

El libro regresó a su sitio.

Una hora después me acerque y lo tomé, abrí en la página cincuenta y dos,
me acomode en el vacío que dejó tu orgasmo, tu esencia me inundo al instante,
ahora comencé yo…




Foto y texto: Agathokles



jueves, febrero 11

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ANIMAL LASCIVO


Foto: Agathokles



Simpatía voyeur

Ella sabe lo que pienso o tal vez lo intuye,
mi mirada no la engaña, la deseo, la pretendo,
mi apetito ávido, duermo dos horas al día,
pienso tanto en ella que siento desgastarla,
no me habla pero sabe de mi presencia,
la observo mutando en el arte, la espío,
mi tendencia voyeur está haciendo me enamore,
la distancia es una calle, la unión dos ventanas,
de pronto sólo sombras, su silueta sola, sus enredos,
dos veces, de día a las 9 y a las 11 ya noche,
miro sus pantaletas, se mecen en la azotea,
husmeo entre los huecos que dan a la cornisa,
fotos, video, mis ojos testigos, mi pantalón se abulta,
le llamo Rosa, por que ese color es su carne y parte de su sexo,
tal vez lo sabe, yo no lo sé, pretendo que así sea,
tal vez es su propósito, me mira en la calle y sonríe, yo callado,
antier comenzó a tocarse ante el espejo, se abre completa,
mete algo dentro, no se distingue bien a lo lejos, voltea a mi ventana,
está oscuro pero sabe que la miro, ¿será?,
no importa, es mi momento, mi tiempo…

Mañana encenderé la luz a las 11, ¿estará ahí?
¿Terminará el juego?, rosa es el punto que busco,
su rosa abierta es lo que quiero…


Agathokles



martes, febrero 9

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La niña de los besos (Pterocles Arenarius)

Eliseo González
Fragmento de sus grabados



El día que la besé eran las tres de la mañana y quince minutos antes ella iba corriendo como una zorrita que persigue la jauría y no llevaba más ropa que calzones y zapatos.

Era como ver un ángel o bien, por qué no, un demonio. Corría con desesperación, pero nadie la perseguía, o al menos no era visible.

Yo iba caminando por la gran avenida Troncoso y ella quizá salió de entre los múltiples condominios de por ahí. La vi desde lejos, tenía muy buena condición física o estaba drogada porque corrió unos dos minutos a la máxima velocidad que daba su cuerpo delgado, blanco, hermoso.

Al principio era un punto blanco. Luego me dije es una vieja encuerada. Me detuve a mirar. Venía sobre la acera en que yo caminaba. Y además está buenísima, me dije. Pero desde unos cien metros me percibiría porque desvió su trayectoria para no ir hacia mí.

Me atravesé la avenida tratando de que su trayectoria coincidiera con mi posición. Empecé a ver con claridad como se sacudían sus pechos a cada paso de su carrera. Era un deleite verlos sacudirse. Nadie, nada la perseguía. Me atravesé en su camino. Por allá lejos pasó un carro. No se dio cuenta de que la belleza corría desnuda por la avenida Troncoso.

Cuando estaba a diez metros de mí –que me fui centrando para que ella llegara hasta donde yo estaba–, habrá notado mi intención y gritó ¡aaaaaahhhhhh! como un kamikaze, colocó sus manitas al frente y se dirigió directamente contra mi pecho. Creo que intenté apartarme, me asustó el grito, la muchacha corría muy fuerte, pero entonces ella enfiló hacia mí.

El choque fue brutal. Me derribó y cayó encima de mí. Creo que me hizo volar pocos metros. Empezó a golpearme, arañarme, morderme. Dios santo.

Como pude me quité. Y traté de huir. Esperaba que llegaran los perseguidores o uno por lo menos. Nadie llegó.

Siguió golpeándome. Puñetazos, patadas, rasguñones. No supe qué hacer. Salvajes rasguños de gata, tarascadas de perra. Me protegí y le di la espalda. Se fue caminando. Vi sus bonitas nalgas dibujadas debajo del calzoncito, sus hombros estrechos respirando agitados. Vi uno de sus pechos pequeños desde atrás. Ella temblaba. Estaba desgreñada. Lloraba.

Estábamos en un estrecho camellón de la gran avenida.

–Qué pedo, manita… –Se volvió.

–Hijos de su puta madre. –Dijo al vacío.

Supuse que habrían intentado violarla. La madrearon, la encueraron, supuse. Pero es una perrita. Brava. Se les peló. Supuse. Se detuvo.

–Dame un cigarro. –Lo encendió después de arrebatarme el cricket, agitada, resoplando, temblorosa.

Me quité la chamarra y se la puse cuando ella me miraba como se mira a un marciano.

–Hijos de perra –dijo y metió las manos en las mangas de la chamarra–. Acompáñame, güey.

–¿A dónde vas?

–Aquí… Es aquí a dos calles.

Se me abrazó. Caminamos las dos calles abrazados. Fumando.

De pronto decía hijos de su puta madre.

–¿Qué te pasó, amiguita?

–Hijos de su perra madre.

Entramos en uno de los condominios.

–Carnalita, te dejo en tu casa.

Me miró con sus ojos de loca detrás de los cabellos que le caían sobre los ojos. Los rasguños me palpitaban, los madrazos eran como clavos en mi jeta.

–¿No quieres una chela? ¿Un toque? –Me metió al departamento jalando. Cerró la puerta. Aventó mi chamarra por donde sea. Se fue encuerada y regresó en camisón y con dos cervezas. Me dio una, estaba fría. No había muebles, pero sí gran cantidad de objetos con clasificación próxima a la de basura. Se puso a forjar luego de poner la chela sobre un bote de pintura. El cigarro estuvo listo muy pronto y le dio unas fumadas de prolongación sorprendente e intensidad amorosa.

–Jálale.

Fumé. Era buena mota.

Le devolví el cigarro y me abrazó.

Se puso a darme unos besos inolvidables. Largos. Pausados. Tiernos. Lentos. Era como si me ensalivara el completo rostro. Fumaba mariguana y me pasaba el humo en los besos.

Amor mío.

–Pásame el humo –dijo. Le jalé al cigarro de mota y ella me dio el beso más rabioso, el más violento de mi vida. Me quería sacar las anginas para llevarse el humo, me quería comer como si fuera yo la mota personificada. Me inclinaba para alcanzarla, se estiraba para sentirme. Mis brazos fueron a su cintura, los suyos sobre mi cuello. Repetimos el beso mariguano en la más enloquecida y deliciosa tanda de besos hasta que se acabó el cigarro. Y seguimos besándonos.

Me agarró descuidado y abrió la bragueta. Sacó mi verga. Se hincó y se puso a besarla. Luego se la metió en la boca. E hizo cosas divinas.

De pronto se puso de pie.

–¿Eso era lo que querías verdad, cabrón?

–Chiquita preciosa, ¿cómo te llamas, mi amor?

Se fue al fondo del cuarto y trajo un bote de pintura en espray de la que usan los grafiteros. Me roció el pecho, los hombros, el cuello, la cabeza y la verga parada, entre el insoportable olor a solvente químico actuaba minuciosa, como haciendo un trabajo especializado. Sólo dije sin demasiada convicción “No, espérame, no me pintes”.

Sonrió como demonio mientras apartaba el chorro de espray. Lo encendió con la flama del cricket.

Cuando dirigía la bocanada de fuego hacia mí salí corriendo. Tenía los pantalones hasta el suelo. En la desesperación no supe cómo me los quité. Alcancé a sentir la lumbre como el vaho de la dragona que me alcanzó a quemar un poco de cabello mientras salía vuelto madres y derrumbando cuanta madre.

Dos minutos después yo iba corriendo por Troncoso desesperadamente a las tres y media de la mañana. ¿Qué otra cosa puede hacer un encuerado en Troncoso a semejantes horas?

Una patrulla me dijo por su altavoz “deténgase, hombre desnudo que corre, deténgase…”.

Me detuve. Estaba temblando, jadeando, me ardía un poco la cara por la leve quemada; los rasguños no dejaban de palpitar, los putazos como clavos en la jeta; el cuello, el pecho, el bajo vientre, el calzón pintados de verde y los besos amargamente dulces, violentamente tiernos, dolorosamente suaves, la saliva con dulce sabor de mariguana continuaban en mis labios. No tenía sensaciones en el pene. Sino en los labios, los besos.

–Estás madreado, estás revolcado, estás encuerado, estás pintado de verde, ¿estás drogado? –diagnosticó el policía.

La luz de su lámpara en los ojos no me dejaba ver.

Para consultar más obra de este autor:

 

sábado, febrero 6

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Cyrkabaret 12,19 y 26 de febrero.

Buzón de arte y
Cyrko Eclipse


Los viernes de febrero a las 19:45 horas

Callejón de Romita
Colonia Roma
Entre Durango y Puebla

Metro Cuauhtémoc

Los elementos
La nostalgia
El encuentro sublimado
El amor en el aire
El rojo pasión
La cromática del deseo
Cántame al oído
Déjame verte
En tu sombra
Piel
El deseo...
Puro deseo



Fotografía: Gris Oscuro




miércoles, febrero 3

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Después del amor

Antesala
Foto: Viktor Olvera López


Después, el compromiso.
Los cuerpos reasumen sus fronteras.

Estas piernas, por ejemplo, mías
Tomas de vuelta tus brazos.

Cucharas de nuestros dedos, labios
admiten su propiedad.

La ropa de la cama bosteza, una puerta
se balancea sin objeto

y allí arriba, un avión
canta al bajar.

Nada ha cambiado, pero
hubo un momento cuando

el lobo, el acechante lobo
que está fuera del ser

se recostó ligeramente, y se durmió.



Maxine Kumin



 
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