jueves, abril 29

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Ligeros libertinajes sabáticos (Mercedes Abad)


Era una noche amarilla, de estridencias secretas, de urgencias que iban tomando impulso, como si fueran a desmelenarse de un momento a otro en un triple salto mortal de imprevisibles consecuencias. Volví a esconder en el bizcocho la punta de mi falo para escamotearlo a la mirada ávida de Lola. Ignoro por qué inicié ese juego que ahora me culpa inevitablemente. Tal vez lo hiciera para empujar a Lola hacia un deseo frenético e insoportable de mi miembro o acaso para prorrogar ese goce deliciosamente vulgar de la cópula.
Recuerdo que cerré los ojos, absorto en la delicada textura del bizcocho. Sentía cómo la nata desbordaba y me lamía los testículos, bajaba por mi entrepierna y chorreaba hasta llegar a mis pies. Tomé un poco de nata y me la restregué por todo el cuerpo hasta que ésta, como una lengua inmensa, me lamió entero. Dolores debió intuir que me hallaba al borde del estremecimiento final porque sus manos intentaron asirme, no recuerdo bien dónde. Tal vez tratara de tomar posesión de mi falo, pero éste se negó a abandonar la cavidad que tan bien lo envolvía y tanto placer le proporcionaba.
Sé que aparté a Lola con brutalidad y que ella intentó acariciarme una vez más; se lo impedí con más violencia aún. Lola me cubrió de escupitajos y de insultos. Abrí los ojos y vi, muy cerca de mí, un rostro completamente desencajado y tenso, de mejillas febriles y ojos que amarilleaban de deseo: era un deseo vidrioso y áspero que me enardeció todavía más. Mi falo había perdido por completo la serenidad y le gritó a Lola que prefería el bizcocho, que nunca más volvería a follarla, que no la deseaba, que le daba un asco inmenso su coño abierto y dilatado, babeante y sin misterio alguno. Llena de rabia, lloriqueante y maldiciendo, Lola me empujó y me hizo caer al suelo; el bizcocho y yo aterrizamos impertérritos y proseguimos nuestro juego, ajenos a una Lola que jadeaba y me cubría de improperios. Seguí moviendo culo y caderas y embistiendo el cilindro mágico con mi verga hasta que el placer convulso llegó y, en un portentoso arrebato, me cegó.
Cuando volví a abrir los ojos y me incorporé, el bizcocho, hecho migajas, yacía entre el suelo y yo: mi polla lo había reventado en un frenético vaivén y ahora tan sólo era un amasijo informe de pastel, nata y esperma. Hundí mi lengua en aquella papilla y la recorrí entera a besos y lengüetazos hasta que en el suelo no quedó ni rastro del suculento festín; entonces me sentí como la mantis religiosa que devora a su amante tras el coito. Pero lejos de sentirme culpable, me dije que había sido un polvo diferente y memorable. Un polvo de archivo. Quedé echado boca abajo y me adormilé un rato, completamente extenuado.

Mercedes Abad.
Ligeros libertinajes sabáticos, premio “La sonrisa vertical”, 1986
Malos tiempos para el Absurdo o las delicias de Onán, fragmento.



Imagen: jornada.unam.mx

martes, abril 20

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Cielo

Foto: A. Zmeckye




En primera instancia desconocía que no traías ropa interior. En segunda no me creí el elegido de tus quebrantos sexuales. La prueba era aún mayor: me mostrabas tu sexo entreabierto, inaccesible de tan lejos. Traté de acertar a hacer algo sin poder, había que actuar pues la visión de ti con los muslos abiertos representaba la consecución de las utopías. Podía ver tus dedos, los cotidianos de construir, separando tu monte protuberante. El movimiento ondeante de tu mano provocaba una visión de entrada rugosa y, por micras de segundo, el interior rosa perlado de saliva.





Pese a la distancia el aire se llenó de ti

Tu presencia se volvió aroma

Aspirarte con el olor de cuando me piensas dentro

Intentaba convencerte de que vencieras tus convicciones





Texto: Marváz (México)



lunes, abril 5

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Escrito en el cuerpo (Jeannette Winterson, Inglaterra)


Modelo: Edith
Foto: Marváz

No puedo pensar en la doble curva, tan ágil y fluida en sus movimientos, como en una cordillera ósea.

Pienso en ella como en el instrumento musical que tiene la misma raíz. Clave. Tecla. Clavicordio. El primer instrumento de cuerda con teclado. Tu clavícula es a la vez teclado y clave. Si toco con los dedos las hondonadas que hay detrás del hueso me pareces un cangrejo de cáscara blanda. Busco los huecos entre los ligamentos de los músculos para apretarme contra los acordes en los tendones de tu cuello. El hueso recorre una perfecta escala desde el esternón a la escápula. Parece torneado. ¿Por qué un hueso iba a tener algo que ver con el ballet?

Tienes un vestido escotado que acentúa tus pechos. Supongo que el escote es el centro adecuado de atención, pero lo que yo quería hacer era apretar entre el índice y el pulgar los pernos de tu clavícula, abrir la mano, extender su red hasta cubrir tu garganta. Me preguntas si quería estrangularte. No, quería ajustarme a ti, no superficialmente, sino siguiendo todos los accidentes del terreno. Era un juego, encajar hueso con hueso. Creí que la mayor parte de la atracción sexual radicaba en la diferencia, pero hay muchas cosas iguales de ti en mí. Hueso de mi hueso. Carne de mi carne. Para recordarte toco mi propio cuerpo. Así era ella, aquí y aquí. La memoria física atraviesa a tientas las puertas que la mente ha intentado sellar. Una llave de hueso, una llave maestra para entrar en la cámara de Barbazul. La maldita llave que abre la puerta del dolor.

El juicio me dice que olvide, el cuerpo aúlla. Los pernos de tu clavícula me desarman. Así era ella, aquí y aquí.

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