Fotografía: Alexander Zmeckye
...le ha arrancado el vestido, lo tira, le ha arrancado el slip de algodón blanco y la lleva hasta la cama así: desnuda. Y entonces se vuelve del otro lado de la cama y llora. Y lenta, paciente, ella lo atrae hacia sí y empieza a desnudarlo. Lo hace con los ojos cerrados, lentamente. Él intenta moverse para ayudarla, ella pide que no se mueva. –Déjame-. Le dice que quiere hacerlo ella. Lo hace. Le desnuda. Cuando se lo pide, el hombre desplaza su cuerpo en la cama, pero apenas, levemente, como para no sacarla de su letargo.
La piel es de una suntuosa dulzura. El cuerpo. Es delgado, sin fuerza, sin músculos. Podría haber estado enfermo, estar convaleciente, es imberbe, sin otra virilidad que la del sexo. Está muy débil, diríase a merced de un insulto, dolido. Ella no lo mira a la cara. No lo mira. Lo toca. Toca la dulzura del sexo, de la piel, acaricia el color dorado, la novedad desconocida. Él gime, llora; anegado por un amor abominable. Y llorando él lo hace. Primero hay dolor, y después ese dolor se asimila a su vez, se transfigura. Lentamente arrancado, transportado hacia el goce, abrazado a ella.
El mar, informe, simplemente incomparable.
-No sabía que se sangraba-, me pregunta si duele. –No-, le digo y él se siente feliz. Seca la sangre, me lava. Le miro hacer. Insensiblemente vuelve, se vuelve otra vez deseable. Me pregunto cómo he tenido el valor de ir al encuentro de lo prohibido por mi madre. Con esa calma, esa determinación. Cómo he llegado a ir "hasta el final de esto".
Nos miramos. Besa mi cuerpo. Pregunta por qué he venido. Digo que debía hacerlo, que era como si se tratara de una obligación. Es la primera vez que hablamos…
Extracto: L´amant (Francia/1984)