Era una noche amarilla, de estridencias secretas, de urgencias que iban tomando impulso, como si fueran a desmelenarse de un momento a otro en un triple salto mortal de imprevisibles consecuencias. Volví a esconder en el bizcocho la punta de mi falo para escamotearlo a la mirada ávida de Lola. Ignoro por qué inicié ese juego que ahora me culpa inevitablemente. Tal vez lo hiciera para empujar a Lola hacia un deseo frenético e insoportable de mi miembro o acaso para prorrogar ese goce deliciosamente vulgar de la cópula.
Recuerdo que cerré los ojos, absorto en la delicada textura del bizcocho. Sentía cómo la nata desbordaba y me lamía los testículos, bajaba por mi entrepierna y chorreaba hasta llegar a mis pies. Tomé un poco de nata y me la restregué por todo el cuerpo hasta que ésta, como una lengua inmensa, me lamió entero. Dolores debió intuir que me hallaba al borde del estremecimiento final porque sus manos intentaron asirme, no recuerdo bien dónde. Tal vez tratara de tomar posesión de mi falo, pero éste se negó a abandonar la cavidad que tan bien lo envolvía y tanto placer le proporcionaba.
Sé que aparté a Lola con brutalidad y que ella intentó acariciarme una vez más; se lo impedí con más violencia aún. Lola me cubrió de escupitajos y de insultos. Abrí los ojos y vi, muy cerca de mí, un rostro completamente desencajado y tenso, de mejillas febriles y ojos que amarilleaban de deseo: era un deseo vidrioso y áspero que me enardeció todavía más. Mi falo había perdido por completo la serenidad y le gritó a Lola que prefería el bizcocho, que nunca más volvería a follarla, que no la deseaba, que le daba un asco inmenso su coño abierto y dilatado, babeante y sin misterio alguno. Llena de rabia, lloriqueante y maldiciendo, Lola me empujó y me hizo caer al suelo; el bizcocho y yo aterrizamos impertérritos y proseguimos nuestro juego, ajenos a una Lola que jadeaba y me cubría de improperios. Seguí moviendo culo y caderas y embistiendo el cilindro mágico con mi verga hasta que el placer convulso llegó y, en un portentoso arrebato, me cegó.
Cuando volví a abrir los ojos y me incorporé, el bizcocho, hecho migajas, yacía entre el suelo y yo: mi polla lo había reventado en un frenético vaivén y ahora tan sólo era un amasijo informe de pastel, nata y esperma. Hundí mi lengua en aquella papilla y la recorrí entera a besos y lengüetazos hasta que en el suelo no quedó ni rastro del suculento festín; entonces me sentí como la mantis religiosa que devora a su amante tras el coito. Pero lejos de sentirme culpable, me dije que había sido un polvo diferente y memorable. Un polvo de archivo. Quedé echado boca abajo y me adormilé un rato, completamente extenuado.
Mercedes Abad.
Ligeros libertinajes sabáticos, premio “La sonrisa vertical”, 1986
Malos tiempos para el Absurdo o las delicias de Onán, fragmento.
Imagen: jornada.unam.mx
Malos tiempos para el Absurdo o las delicias de Onán, fragmento.
Imagen: jornada.unam.mx
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