Extremaunción - Arturo Pizá
-Me gustaría sodomizarte.
Ni siquiera abrí los ojos, no quise enterarme de lo que decía, pero sus palabras se quedaron bailando en mi cabeza durante unos segundos.
-Me gustaría sodomizarte -repitió-. ¿Puedo hacerlo?
Liberé mis labios de su absorbente ocupación y levanté los ojos hacia él, mientras deslizaba su sexo contra mi mano, suavemente.
-Bueno, no hay que tomarse las cosas tan a la tremenda... -solamente pretendía impresionarle, pensé, eso era cierto, quería impresionarle, pero no tanto-. Creer en los sueños no es racional, y además, ya te he dicho que estoy acostumbrada a que no me llenen del todo, no hace falta que te tomes tantas molestias...
-No es ninguna molestia -me miró, riéndose, me había pillado, me había pillado bien, sentí que nunca llegaría a ser una mujer fatal, una mujer fatal como Dios manda, mi estrategia se había vuelto contra mí, y ahora ya no se me ocurrían más suciedades, nada ingenioso que decir-. Además, por lo que he podido ver, y escuchar, supongo que ni siquiera sería la primera vez...
-Pues, ya ves, creo que sí... -ahí me quedé callada, le miré un momento, y luego decidí que lo mejor era restablecer el orden de antes, así que volví a cerrar la boca alrededor de su sexo y desplegué todo el catálogo de mis habilidades, una detrás de otra, muy deprisa, pensando que así a lo mejor se le pasaban las ganas, pero apenas unos minutos más tarde la presión de su mano me obligó a abandonar.
-¿Y bien? -insistió en tono cortés.
-No sé, Pablo, es que... -trataba de despertar su compasión mirándole con ojos de cordero degollado, no tenía que esforzarme mucho, estaba confundida, porque no podía decirle que no, a él no se lo podía decir, pero no quería, eso lo tenía muy claro, que no quería-. ¿Por qué me preguntas esas cosas?
-¿Hubieras preferido que no te lo preguntara?
-No, no es eso, no quiero decir que me parezca mal que me lo hayas preguntado, pero es que yo, yo qué sé, yo...
-Da igual, no importa, era sólo una idea -sus brazos se deslizaron bajo mis axilas, para indicarme que me levantara. Cuando estuve de pie, frente a él, hundió su lengua en mi ombligo, un instante, y luego él también se levantó, me abrazó y me besó en la boca, durante mucho tiempo. Sus manos fueron ascendiendo lentamente desde mi cintura, a lo largo de mi espalda, hasta afirmarse en mis hombros. Entonces me dio la vuelta bruscamente, me puso la zancadilla con su pie derecho, me derribó encima de la alfombra y se tiró encima de mí. Aprisionó mis muslos entre sus rodillas para bloquearme las piernas y dejó caer todo su peso sobre la mano izquierda, con la que me apretaba contra el suelo, entre mis dos omoplatos. Noté un pegote blando y frío, y luego un dedo, alarmantemente perceptible por sí mismo, que entraba y salía de mi cuerpo, distribuyendo finalmente el sobrante alrededor de la entrada.
-Eres un hijo de puta...
Chasqueó repetidamente la lengua contra los dientes.
-Vamos, Lulú, ya sabes que no me gusta que digas esas cosas.
Fragmento de Las edades de Lulú, Almudena Grandes
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