La tarde del martes Jota quiso que me pusiera, para salir a pasear por la ciudad, el diminuto vestido blanco que él mismo había comprado, y por el brillo pérfido de sus ojos supe enseguida lo que pretendía, sin necesidad de que dijera nada más. A mí también me excitaba la idea, así que busqué en el cajón de la ropa interior y elegí una braga tipo tanga de color rojo, me coloqué el vestido y ajusté por encima un cinturón trenzado de cuero, a la altura de las caderas. Desabroché tres de los cuatro botones que adornaban el escote y me giré un par de veces delante de él para que diera su aprobación. Sonrió satisfecho y desabotonó el cuarto botón, dejando al descubierto una más que generosa parte de mis senos. Antes de salir por la puerta de la habitación del hotel, cogí una chaqueta larga de punto y me la colgué del bolso.
La tela era tan liviana y ligera que no había que recurrir demasiado a la imaginación para averiguar lo que había debajo. Caminaba por la avenida sintiéndome prácticamente desnuda, con el tejido pegado al cuerpo, entremetiéndose entre mis muslos, balanceando la melena y contoneando exageradamente las caderas al andar, intentando que mis bragas rojas adquirieran vida propia para Jota, que me seguía unos pasos detrás. La suave caricia de la tela en mi piel y la presión que ejercía la minúscula tira roja en determinadas zonas de mi anatomía, iban revolucionando mi libido a cada paso. Noté que algunos hombres se giraban un tanto sorprendidos para mirarme -“con la lujuria reflejada en sus rostros", me diría más tarde Jota-, y aunque eso me divertía mucho hice como que las ignoraba, dirigiéndome decidida hacia la primera estación de metro que encontré, siempre seguida por él a una distancia prudencial.
El tren al que me subí iba bastante lleno, aunque no abarrotado. Escogí una esquina junto a los cristales y frente a dos hombres que se apoyaban en la barra metálica; uno era de mediana edad, regordete, bajito, de cara sudorosa y ojos tan saltones que parecía que se iban a salir de sus órbitas en un descuido para aterrizar directamente en mi escote. El otro, más joven y alto, vestía un traje de color claro y llevaba en una de sus manos un maletín de ejecutivo. Los dos me miraban atónitos y yo sabía muy bien el motivo: mis pechos generosos se movían libres bajo la tela, al ritmo del traqueteo del tren, amenazando con escapar en cualquier momento por la abertura del vestido.
Dudé unos instantes sobre cómo empezar la función, pero en un arrebato de improvisación saqué un pañuelo de papel del bolso y comencé a limpiarme la humedad inexistente en el cuello, en el escote y entre mis senos. Lo hacía lenta y sensualmente, simulando que miraba distraída por la ventana, retirando un poco la tela para que el pañuelo pudiera llegar a lugares más escondidos y ampliar así la visión de los posibles espectadores. A mis dos primeros admiradores se fue uniendo algo más de público masculino que seguían expectantes cada uno de mis movimientos. Jota, desde el otro extremo del vagón, intentaba disimular una sonrisa. Lo siguiente que se me ocurrió fue girarme de cara al cristal, de espaldas a ellos, y obsequiarles con una visión lo más generosa posible de mi tanga y sus alrededores. Me agaché ligeramente, sin flexionar las piernas, y empecé a colocar la hebilla de mi sandalia, sujetándome con una mano de la barra y haciendo equilibrios para no caerme. Vi como varios brazos solícitos se extendían para acudir en mi auxilio en caso de necesidad. Ni yo misma conocía esa faceta mía de “provocadora de desconocidos” que formaba parte del juego de seducción a Jota, y que él, estaba segura, disfrutaba mucho. Consideré que para ser la primera vez no había estado del todo mal, aunque en una próxima ocasión debería de introducir algún otro elemento más impactante.
En la siguiente estación donde paró el tren nos invadió una avalancha de gente que me dejó arrinconada contra la pared, pero todavía podía ver a Jota reflejado en los cristales. Y él a mí. Supe enseguida que la pelvis que se fue pegando poco a poco a mi trasero pertenecía al hombre más joven, ya que identifiqué el objeto duro y rígido que me rozaba el muslo derecho como su maletín. A los pocos segundos sentí una mano intentando recorrer con disimulo el largo de la tira posterior de mi braguita. No puedo decir que me cogiera por sorpresa, porque después de mi exhibición me esperaba algo así; intenté separarme unos centímetros, pero el obstáculo de la pared no me dio mucho margen. Cuando reemplazó la mano por su sexo, tan rígido como el maletín, consideré que el espectáculo había terminado. Me giré, le lancé una mirada asesina con el mensaje: “se ve pero no se toca”, e hice una seña a Jota para bajarnos en la siguiente parada. Me coloqué la chaqueta larga de punto por encima del vestido –como quien baja el telón al finalizar la función - y caminamos juntos, sonrientes y excitados por el andén. "¡No sabes lo cachondo que me has puesto! Todos comiéndote con los ojos y sólo yo voy a poder hacerlo de verdad...”
El placer es mío, fragmento
Berta Tarbe.
Berta Tarbe.
Fotografía: Eric Marváz
Berta Tarbe. Ciudadana del mundo sin demasiados antecedentes ni pretensiones en lo que a sus letras se refiere, pero acérrima defensora de las filosofías “Nunca se sabe”, “¿Por qué no?” y “No me tientes…” Aficionada a casi todo; experta en nada. Apasionada de lo absurdo. Actualmente se encuentra inmersa en la investigación sobre el modo en que la velocidad de los neutrinos repercute e interactúa en la libido humana, más concretamente en la suya.
Vive, unos días más que otros.