A quien le pueda interesar
Hola, me llamo Berta y sufro el síndrome de Estocolmo.
El diagnóstico ha sido emitido por un eminente psiquiatra, de cuyo nombre no me acuerdo, que en sus ratos libres escribe interesantes tratados científicos asomado a un balcón, o desde una página de deportes... no sé bien.
Dicen que mal de muchos es consuelo de tontos, y como tal, me siento afortunada de no ser la única ni estar sola, ya que formo parte de un grupo de afectadas, todas diagnosticadas por la misma celebridad, que sospechosamente tenemos algo en común: somos mujeres. Y es que, por lo que se deduce de las palabras del especialista, parece ser que es el sexo femenino el más propenso a padecer dicha patología. No sé si tendrá que ver nuestro bajísimo coeficiente intelectual, espero que no.
Gracias al avezado y escribiente psiquiatra, he descubierto que el talento de las grandes escritoras y poetas que enriquecen la Literatura Universal no ha radicado en la calidad de su escritura, como algunos ingenuos podrían pensar, sino en la habilidad, rapidez y astucia que han tenido para levantarse la falda delante de la persona adecuada.
Antes de leer el mencionado artículo yo era tan simple y descerebrada, que creía que eso de la liberación femenina consistía, como la propia palabra indica, en liberarse de la ropa y mover el cu-cú. Pero he comprendido que no, que el quid de la cuestión está en concienciarse de que no somos “objetos” ni “cosas” (como preferiría llamarnos el poeta Lizalde), sino monas de feria aficionadas a pelearnos en plena calle con el objetivo de quitarnos al mancebo, para disfrute del propio mancebo o de algún otro homínido-macho-dominante que nos mirará y nos jaleará complacido.
Estaba convencida de que la única utilidad que tenía mi linda cabecita era la de servir como base de sujeción a mis preciosas orejas, pero después de leer la tesis doctoral, sé que también contiene un cerebro (oh, sorpresa) con el que puedo maquinar la mejor manera de pisotear a mis congéneres. O lo que es lo mismo: urdir una estrategia para quitarme la ropa con mayor rapidez que ellas y contonear más ágilmente el cu-cú.
La envidia no es, como yo suponía, un sentimiento negativo que podemos padecer en algún momento (con mayor o menor frecuencia e intensidad) los especímenes del género humano, independientemente del sexo que nos haya tocado en suerte. No, la envidia es un “viejo vicio” fomentado especialmente por nosotras. Rara vez habrán visto a un brillante articulista-machito emplear malas artes (ni malas letras) para descalificar a un grupo editorial, ni arremeter contra unas mujeres que son libres para hacer o escribir sobre lo que les venga en gana… Nunca habrán visto tampoco a un amigo desleal y resentido que se dedique a apuñalar por la espalda, o a esparcir mierda por doquier para decir después que se retira. Imposible, esos comportamientos son característicos de las féminas, más concretamente de las grises gatitas de porcel made in no sé qué.
Es una pena no poder hacer llegar al ángel redentor mi infinito agradecimiento por sus sabias enseñanzas. Supongo que estará abrumado por el trabajo: leyendo las cartas de su legión de admiradores y admiradoras, preparando nuevos artículos sobre psiquiatría y poesía… Tanto trabajo, que ha tenido que contratar los servicios de un ayudante: Sancho H. Panza, gran estudioso y amante de los perros ladradores.
Concluyo mi terapia por hoy. Regreso a la cueva, a esperar a mi hombre del Cromañón (que no es el secuestrador) para que me saque de paseo; arrastrándome del cabello, por supuesto. Antes me gustaría confesar (y confieso) que para que estas mediocres y tontas letras (no se olviden que soy una mujer) puedan ver la luz, me he tenido que desnudar varias veces y pelearme con el resto de afectadas por el síndrome de Estocolmo. Es evidente quién ha ganado… tengo las uñas muy afiladas.
Aprovecho que nuestro salvador no me lee para enviar un afectuoso saludo y toda mi solidaridad a las rivales con las que comparto patología. Otro saludo para el secuestrador (es lo que tiene este síndrome…)
Berta Tarbe
Pd.: Invito al virtuoso articulista, si le apetece y sus ocupaciones se lo permiten, a que haga un ejercicio de introspección y reflexione sobre la definición que un reconocido psiquiatra estadounidense colega suyo, Harry Stack Sullivan, utilizó hace un par de siglos para describir ese “viejo vicio” por todos conocido:
"La envidia es un sentimiento de aguda incomodidad, determinada por el descubrimiento de que otro posee algo que nosotros creemos que deberíamos tener".