¿Has visto orinar a tu pareja, lo has hecho encima de él o ella, la has bebido, le has...?
Niños, niñas, niños…
Al placer sexual de integrar a la orina durante el acto sexual se le conoce como ondinismo.
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Agathokles y Marváz.
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Fotografía de A. Zmeckye
Filántropo de descendencia árabe. Fotografía mujeres de vez en vez y escribe sobre ellas (cuando la suya se lo permite) algo de poesía e historias intragables por lectores avezados e inteligentes. Para no aburrirse apoya proyectos artísticos con fondo y forma. Sus malos cuentos y fotografías han aparecido en infinidad de revistas impresas y blogs de ínfima calidad, exceptuando el de Morvoz.
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AMARILLO
Después de bajar por la escalera oscura y fría, ella dobló a la izquierda, dio algunos pasos y miró hacia los dos lados, inquieta y suspicaz. Luego se bajó los calzones blancos de algodón debajo de su vestido naranja pálido y se acurrucó, resbalándose por la pared, hasta que no aguantó más y soltó el chorro de líquido amarillo caliente de entre sus piernas con alivio.
Nunca había venido aquí antes, pero le había echado una mirada desde lejos, por encima de la barranca o desde arriba del edificio abandonado cuando pasaba por allí en su bicicleta. Era una casa a medio construir con sus paredes rasposas e inconclusas. No había techo, ni puertas, ni un aparente dueño. Por qué orinaba en este lugar que le causaba curiosidad. Un misterio. No era un perro para poner su huella. Era una mujercita curiosa y algo atrevida, nada más.
Aunque, pensándolo bien… ¿Por qué no podría una hembra también dejar su perfume allí y marcar su terruño? Era su conquista, suyo desde que lo viera años atrás. Y hoy se había atrevido a entrar. Haría allí lo que quisiese. Sería suyo toda la vida o mientras se le antojase. Y para eso había que dejar una huella, una constancia de su pertenencia.
Así que detuvo su chorro de orina, se quitó el calzón completamente, orinó la segunda mitad encima del mismo, mojó las paredes y los umbrales de las puertas abiertas y derruidas con él. Le agradó el acto. Era como… prehistórico. Tan poco femenino, de cierta manera, y a la vez tan igual. Tan clamar por tu terreno, tu territorio, la casa tuya y tu espacio, tu pequeño universo…
Volvió seguido a orinarse allí y a llenar el lugar de su particular olor de mujer joven. Trajo, tras un tiempo, su colección completa de calzones, los embetunó de orina y pasó la fragancia por todas partes. Fue una labor de meses y tras ese tiempo el lugar entero olía a ella: a hormona de fémina, a orina vieja, a declaración de posesión y ansia.
—Aquí perderé mi virginidad— pensó consigo misma—. Y aquí me tomará por sorpresa, me acariciará los senos, yo diré que no, le sonreiré y saldré corriendo—. Y luego, tras entrar a otra pieza: —Acá me tomará por la cintura, me apretará contra la pared, me introducirá la lengua entre los labios—. Y otra cosa no se podía imaginar porque más que de palabra no sabía como era el sexo. Pese a que desde los recodos insondables de su inconsciente lo empezaba a presentir, orinarlo todo, dejar ese espantoso olor dulzón por todas partes atravesando el valle con su fragancia era más que nada para llamar a los machos. Allí sería la viuda negra que devoraría a los hombres o ellos a ella si no se cuidaba. ¿Pero para qué cuidarse? Estaba en su espacio sagrado y la trampa era suya. La perforarían pensando en conquistarla, pero ella se comería sus cabezas después mientras sus ojos se caían de sus órbitas para ser pisoteados en el suelo.
Un día, tras desnudarse, juntó mucha orina en una botella grande y se la echó encima. Se la pasó por el cabello, debajo de las axilas, entre las piernas, en la espalda, los brazos, la panza, las nalgas, el cuerpo todo. Y así, desnuda, salió en su bicicleta naranja rumbo a su pueblo. Olía impudorosamente a hembra y los hombres la siguieron. El primero que la cazó y consumió agarrada toscamente por los cabellos fue el jefe de la policía y después todos los que pudieron, el pueblo entero. Fue un secreto que nadie contó, porque era un poco atroz y perverso, pero irresistible al mismo tiempo. Todos penetraban a esa chica orinada y todos lo hacían con gusto inescrutable. Las erecciones eran legendarias. Cada uno sucumbía ante el paleolítico arrollo de los instintos primarios, instintivos, cavernarios e inmorales. Cada uno bufaba y suspiraba y salía a darse golpes en el pecho. No había uno que no se sintiera completamente revitalizado y genuinamente entendido cuando aquella chica que olía a pipí le abría las piernas. Era como volver a ser ese uno mismo que nunca se encuentra pero que, a la vez, uno nunca ha dejado de ser: irracional, estúpidamente inmediato y libre; gutural, de la tripa, de la gana, de los gruñidos. El hombre que vive dentro de uno y aún le tira lanzas a los marsupiales gigantes.
A los mejores ella regalaba calzones usados, llenos de pis, que colgaban al aire por semanas en unos lazos hechos de alambre y que estaban descoloridos por el sol. Ellos los olían, aullaban, se golpeaban el pecho y muchas veces se los tragaban. Volvían por más, se esforzaban, cumplían y la oían gemir y maullar a grito suelto. Y se iban con un calzón de nuevo. Y volvían a tratar, a esforzarse, a gemir y bufar urgidos, a luchar por su atención.
Ella orinaba todo lo que podía encima de sus cabezas, sus panzas y sus penes. Y los hombres le orinaban en su cara, en sus pechos, en sus nalgas, en su boca. Hasta que, un día, otra mujer, que esperaba en casa herida en su orgullo por el desinterés de su macho durante tantos meses, le pegó un balazo en la frente mientras cumplía con el rito diario de pasarse por el cuerpo un paño mojado en sus aguas. La bala hizo caer a la seductora hacia atrás y tumbó una repisa con un balde lleno de líquido amarillento en la cabeza de la asesina.
A los hombres no les interesó quién había muerto y quién era de pronto la nueva reina. Se la cogieron de inmediato y sin misericordia y ella no se quejó jamás por la atención recuperada. Su vagina se dilató y ella tuvo a todos los que quiso mientras se humedeció con sus aguas menores. El problema fue la siguiente mujer, que a su vez la ahorcó con un alambre a traición y la arrojó barranco abajo. Y luego la siguiente, que asesinó a ésta. Y así en secuencia, hasta que ya no hubo ninguna mujer en el pueblo porque los hambrientos hombres se las hubieron echado a todas.
Alguno buscó a una chica de otro pueblo y le pidió en un acto de perversión —a lo cual la chica asintió gustosa— que se echara medio balde de meados encima. La muchacha, enterada de las nuevas costumbres, estuvo encantada. Los hombres depravados se pelearon para montársele. Pero la mujer se murió tras ignorar los deseos de tipos que querían más perversión de lo que ella estuvo dispuesta a dar. Así que vino otra. Y otra y otra y otra. Y se orinan y son seducidas y se mueren. Una y otra vez, mujer tras mujer y pueblo tras pueblo sin que se encuentre coto que disipe ese ardor sin alivio, surcando como se halla sobre el instinto, germen de todo movimiento, cuna y savia, sangre misma de este mundo.
Navalá Lalo Greiner
Dibujante, diseñador, fotógrafo y escritor. Trae lo visual en la médula. ¡Al escribir, incluso, trabaja con imágenes, hartas imágenes, muchas, pero muchas imágenes! Aparte de escribir como desaforado, acaba de meter a Conaculta un proyecto fotográfico para extraerle el jugo a la faceta erótica de la comunidad dark de la ciudad de México. Si lo aprueban, estará feliz por un año. Si no, seguirá dando lata en el underground. Usted ya sabe.
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Fotografías de Gibrán García
Gibrán García Fts
Se inició en la fotografía como ayudante y publirelacionista, consiguiendo modelos, de un amigo fotógrafo. Con el tiempo se independizó y comenzó a prepararse por su cuenta. Debido a sus antiguas aficiones de montañismo y campista, surgió su interés por buscar espacios naturales como fondo para algunos trabajos.
Cuenta con seis exposiciones, donde ha integrado otra de sus aficiones: la guitarra, realizando proyecciones de su obra acompañada de música en vivo. Actualmente se encuentra trabajando en nuevos proyectos fotográficos y exposiciones, donde serán integrados elementos de danza inspirados en obras de literatura clásica.
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